Capítulo 3 "Don Carlo"




SMS, SIN MÁS SECRETOS






ARIA RIVANERA






Los títulos de cada uno de los capítulos hacen referencia a una ópera, fragmento de ópera o composición musical, a excepción de "699" que por sí mismo ya expresa el contenido. 
Aunque la obra nada tiene que ver con la música en sí.




1


Érase una vez











Leo, maleta en mano, recorría los pasillos del aeropuerto. Su vuelo salía con retraso, aunque, lejos de importarle, disfrutaba contemplando las escenas que el lugar le ofrecía. Desde las escaleras mecánicas observaba entusiasmado el ir y venir de los demás pasajeros; «El aeropuerto es la pasarela de la vida», solía decir.

¡Y razón no le faltaba! Cerca de cualquier gate con destino a África sorprendían las hermosas telas con las que se cubrían las mujeres, sus llamativos tocados y la altura que podían llegar a alcanzar algunos hombres. Cuando el destino era Asia, deslumbraba la belleza y dulzura de las mujeres indias, quienes, con sus elegantes vestidos, parecían las eternas invitadas a un banquete. Aunque lo que más le fascinaba era la forma de moverse de las ancianas japonesas. «¡Más que caminar, parece que levitaran!», repetía en su interior.

Su vuelo, por desgracia, carecía de aliciente: aquella zona registraba poca afluencia de gente y de entre estos pocos nadie resultaba interesante.

Tras largas horas de espera, consiguió acceder al autobús que los trasladaría a las escaleras del avión. Leo fue de los primeros en subir al vehículo, y como premio consiguió una de las ubicaciones más escondidas, un lugar perfecto para un hombre como él, siempre deseoso por hacerse invisible a los ojos de los demás. En este caso, no obstante, nunca se hubiera imaginado la sorpresa que le reservaba el destino.

Cuando parecía que nadie más podría entrar en el apretado espacio, se aproximó a la puerta una mujer cuyos ojos, simplemente con la luz que irradiaban, hipnotizaron a medio autobús. Aunque a Leo, lo que verdaderamente le cautivó fue la generosa sonrisa que atravesaba su rostro de oeste a este.

Nada más entrar lanzó una ojeada de reconocimiento al personal allí hacinado, ella lo controlaba todo y nadie podía escapar a su aguda visión. Fue en ese momento cuando se percató de la presencia semioculta de Leo y su inconsciente lo premió con una seductora sonrisa. Una expresión que solo mostraba en ocasiones especiales.

Leo sintió con toda nitidez cómo aquella mirada intentaba absorberle el contenido neuronal, dejándole la mente al desnudo. En un inicio, y como acto reflejo, bajó la cara, aunque posteriormente buscó su mirada escondida entre el conglomerado humano que componía aquella expedición para toparse con la más sincera de las sonrisas.

Aria era una mujer con un amplio historial a sus espaldas; ella misma reconocía que su personalidad había sido esculpida por el cincel de muchos artistas, y cada una de sus vivencias le había ido aportando una naturalidad y resolución de las que carecía Leo.

Alojados ya en el interior del avión, y tras comprobar que no viajaban demasiados pasajeros, Aria decidió rechazar el asiento que inicialmente le había sido asignado, esgrimiendo como disculpa que el espacio, destinado al equipaje, que tenía sobre su butaca no era suficiente para su maleta y sus objetos personales. Luego se paseó lentamente hacia los asientos posteriores hasta encontrar uno justo al lado de su víctima. Necesitaba conocer a ese chico y a ser posible saborear algo de emoción antes de volver al hogar conyugal, al cual no estaba dispuesta a regresar sin llevarse algún recuerdo con el que pasar alegremente el fin de semana.

Aria trabajaba en la empresa familiar que su padre lideraba, aunque era su esposo Tristán quien llevaba la voz de mando, debido a la confianza que su suegro tenía depositada en él y sobre todo a su más que demostrada habilidad para los negocios.

Mientras que la totalidad de la familia vivía en Firenze[1], ella había optado por un exilio voluntario a una de las delegaciones en Madrid, donde permanecía de lunes a viernes para regresar el fin de semana junto a su marido, que la recibía con más pena que gloria.

Siempre atrevida y muy natural con su propia sexualidad, Aria se encontraba ansiosa por experimentar alguna aventura que la hiciera despertar ya que el paso del tiempo había acentuado su necesidad de conquista con el fin de saciar su ego femenino.



Por suerte para ella, el asiento anejo al de Leo se encontraba libre, y aunque aún quedaban otros muchos sin ocupar, no dudó un instante en sentarse junto a él.

Una vez instalada lo inspeccionó de arriba abajo y abajo arriba como si fuera a adquirir un esclavo medieval; cerró los ojos y aspiró todo el aroma masculino que aquel hombre destilaba a través de su respiración. No tardó en sentir como sus ocultos deseos se arremolinaban en las partes más vulnerables hasta provocar un aleteo de mariposas en el interior de sus finísimas bragas. Sin darse cuenta, o tal vez de manera premeditada, ¡quién sabía! Aria apoyó la cabeza sobre el hombro de su compañero de asiento sin que este moviera ni un solo músculo para evitarlo.

 Leo, se sintió avasallado por la mujer, sin embargo, el asombro inicial y la prudencia lo paralizaron, y acto seguido percibió la excitación más animal e inoportuna que había experimentado en su vida, claramente concretada en el abultamiento de sus pantalones a la altura de la entrepierna. Dudaba entre girarse hacia un lado con el fin de ocultar de alguna manera su creciente erección o bien mantener su aparente impasibilidad de forma que el proceso se llevara a cabo de forma natural dentro de sus calzoncillos. Aunque, por alguna extraña razón, lo que no quería es que se alejara de él.

Al cabo de pocos aunque interminables segundos, ella abrió los ojos, los posó en él sin ningún rastro de pudor y en ese momento sus miradas se hicieron cómplices.

La mujer se percató rápidamente de la tensión que atenazaba a su vecino de asiento, quien al volver a cruzarse con su mirada se expresó a través de su sonrisa: «¡Soy tu esclavo, haz de mí lo que quieras!», le insinuaba, o al menos ella lo interpretó de ese modo, y le respondió con sus actos.

Sin hacerse esperar, volvió a recostarse cerca de su cuello y comenzó a dibujarle con un dedo espirales por encima de la ropa. Él se quedó petrificado al observar como aquella bonita mano le cosquilleaba los muslos a través de los pantalones.

Ambos sintieron que su cordura se desvanecía para entrar en un éxtasis irrefrenable. Así pues, tras comprobar como la excitación de ambos aumentaba a pasos de gigante, Aria bajó la mesita situada en la parte posterior del asiento delantero e inició, con aparente dignidad ante los ojos de los demás, sus maniobras más anheladas.

Leo comenzó a notar que le pesaba la cabeza, su cuerpo se volvía violáceo aquejado de una suerte de colapso arterial, y sintió que le faltaba el aire y la respiración se tornaba una misión casi imposible. El pánico a ser descubierto, junto con el deseo apenas contenido, provocó en su imaginación un desbordamiento tal que, aunque intentó atajarlo despertando de su ensoñación, no le quedó más remedio que dejarlo a merced de la colección de hormonas segregadas e inhaladas, condenado a un mundo de pasión.

Mientras, Aria seguía concentrada en su empeño: su mano se deslizó sin ninguna prisa a lo largo del trémulo fémur hasta llegar al abultado monte donde le esperaban impacientes todas las terminaciones nerviosas. Sin más preámbulo y abandonando toda cautela, abrió —no sin dificultad— la tediosa cremallera de la bragueta y siguió hurgando hasta encontrar una abertura en el ya mojado calzoncillo.

La cabina del avión se impregnó de un maravilloso e invisible aroma masculino que inadvertidamente hizo enloquecer a más de una mujer.

Aria volvió a mirarle a la cara para cerciorarse de que no le incomodaban las maniobras que en él estaba ejecutando, y por respuesta encontró un rostro desencajado, con la mandíbula medio descolgada y los ojos en blanco, casi fuera de sus órbitas. En ese momento tuvo el convencimiento de que debía seguir con su proyecto.

Tomó, pues, el pene resbaladizo con una mano mientras con la otra se frotaba su propia entrepierna. La vara se veía enorme, tanto que ni tan siquiera él hubiera imaginado que pudiera adquirir tales dimensiones. Aria la movía al mismo ritmo que las turbulencias exteriores hacían vulnerable al avión.

Percibía el calor y la prepotencia que surgía de su falo, dejando sin dominio su propia voluntad, evitando de este modo que su cordura le privase de los momentos más excitantes que había sentido nunca.

Cierto magnetismo le anclaba a la butaca impidiéndole realizar cualquier otra función que no fuera sentir el cosquilleo y la fiereza que le proporcionaba su propio pene. Su cerebro pedía parar aunque su cuerpo en ningún momento le obedecía.

           Leo se giró con fuerza descontrolada, necesitaba arrancarle los botones de la blusa y dejarle al aire los deseados pechos para chuparlos y lamerlos a su antojo. Tan solo pensaba en subirle la falda hasta los hombros, romperle a jirones las bragas y meterse dentro de su pubis caliente, matizado por unos rizos que suponía tan negros como un deseo truncado. Aria lo rechazó y con un ligero golpe de hombro lo devolvió a su postura original mientras le susurraba al oído con su suave voz:

—No, cariño, solo te lo hago yo. ¡Quiero verte gozar entre mis manos!

Le bastó con oír su aterciopelado murmullo, envuelto en un sensual acento extranjero, para echarse a perder y notar como sus testículos vaciaban por completo su pasión contenida.

Aria se levantó con inesperada rapidez y se acomodó en otra fila de asientos, dejando a Leo solo y conmocionado. Cuando logró recuperarse, pudo comprobar que sus pantalones negros se hallaban bañados por perlitas blancas y su pene yacía medio estrangulado a la vista de todos mientras una azafata lo miraba fijamente con cara de no saber cómo encajar la situación.

Intentó asearse un poco y parecer algo más decente ante los ojos de los demás, aunque sabía que no iba a poder librarse de una estupenda regañina. En efecto, al poco tiempo, cuando se encontraba ya del todo restablecido y su satisfecho falo enjaulado de nuevo, se acercó otro miembro de la tripulación y le advirtió:

—Señor, la maniobra que acaba usted de realizar está completamente fuera de lugar, le rogamos se comporte con más decencia por respeto a la compañía y a los demás pasajeros.

—¡Perdone, lo siento!

—Lo pondremos en conocimiento de nuestros superiores y ellos valorarán si adoptan la medida de prohibirle viajar en nuestros aviones.

Leo no se encontraba en condiciones de replicar e hizo lo que debía hacer: bajar la cabeza, callar y pedir perdón.

Acto seguido, escuchó lo que aquel hombre le decía a ella:

—¡Señora, lo sentimos de verdad! De parte mía y de toda la compañía, le pedimos disculpas e intentaremos que en lo sucesivo este tipo de acciones no se repitan.

«¡Nada más faltaba eso! —pensó Leo— Casi me viola y encima le cuelgan medalla».

¡En buena situación le había dejado aquella mujer! Si bien todo había sido realizado bajo consentimiento, el hecho de que escapara y le dejara solo con el pastel le hirió en lo más profundo.

Una vez fuera del avión la buscó desesperadamente, pero no encontró ni rastro de ella, era como si hubiese sido un sueño y nada de aquello hubiera ocurrido.

Mientras esperaba resignado a que saliera su maleta por la cinta mecánica, se le acercó una señora que llevaba un carrito de limpieza y con gesto amable le entregó una pequeña caja de cartón, al tiempo que señalaba a lo lejos la silueta de su «misteriosa mujer». Aquel envase lucía impresa una inequívoca marca de tampones femeninos junto a unas palabras, escritas con bolígrafo, que decían: Nabucco, 21 febrero, Firenze.

Nada más recoger su equipaje salió corriendo tras ella, pero poco antes de que le diera alcance, un hombre alto, corpulento y bien vestido se acercó a ella y la besó en los labios mientras dos niños se colgaban alegremente de su ropa.

La punzada que sintió Leo al contemplar la escena le dolió mucho más que la reprimenda del avión, y percibió como la energía acumulada en su cuerpo se esfumaba hasta llegar a convertirse en un ser lento y pesado.

Al pasar por su lado, casi rozándole el codo, no consiguió ni levantar la cabeza del suelo, de modo que solo pudo fijarse en sus bonitos zapatos color plata, que, impresos sobre la suave piel, lucían dibujos que simulaban retazos de partituras.

En ese momento de decepción solo le quedaba contemplar la diminuta caja y descubrir lo que se escondía dentro y fuera de ella.






2



Tuyo es mi corazón







Tras aquel viaje, Leo continuó su vida rutinaria en una pequeña y tranquila ciudad castellana, donde compaginaba dos actividades: sus ratos libres los dedicaba íntegramente a pintar algunos cuadros de gran talento aunque con escaso valor reconocido, mientras que la mayor parte del tiempo la ocupaba en ayudar a su padre, pintor de brocha gorda, a lavar la cara a multitud de paredes. Así pues, ejercía la profesión de pintor en su máxima expresión.


El trabajo se desarrollaba casi siempre en aburridas casas de particulares, aunque de vez en cuando le ofrecían algún establecimiento comercial y era ahí donde dejaba volar su imaginación con creaciones novedosas y trampantojos que le hacían más soportable su frustración.


Entretanto, se presentaba a todo tipo de concursos o certámenes que pudieran darle a conocer. Por aquellos días el Ayuntamiento de su ciudad le había otorgado la oportunidad de ampliar sus conocimientos artísticos en Firenze, adonde viajaba en avión un fin de semana al mes.


En cuanto a su vida personal, se desarrollaba de la misma manera sin sobresaltos ni emociones particulares. Salía con Salomé, su novia desde hacía no sabía cuánto, hija de unos amigos de la familia y siempre presente en su vida hasta donde llegaban sus recuerdos.


A pesar de compartir con Salomé la mayor parte de su tiempo, y quizá por tratarse de ese tipo de parejas que practican sexo pero nunca hablan sobre ello, Leo, a su vuelta, no había reunido la suficiente confianza como para revelarle lo sucedido en el avión, a causa de lo cual se sentía muy avergonzado. Desde que aquello ocurrió se encontraba triste, malhumorado y sin ganas de hablar, y aunque estaba totalmente arrepentido no podía olvidar la emoción que aquella mujer le había hecho probar, incomparable con las que asolaban sus experiencias conyugales. No sabría describir lo que había sentido, pero un picor le recorría el cuerpo cada vez que lo revivía en el recuerdo.

            Desconocía incluso su nombre, y aunque deducía que era una mujer casada, quería dedicarle el primer pensamiento del día antes de levantarse y el último de la noche.

Cuando recordaba la sensación de sus dedos abriéndole la cremallera, el deseo comenzaba a tornarse incontrolable, entonces se bajaba el pantalón del pijama y empezaba a rememorar segundo por segundo la escena que había vivido, mientras su mano le transportaba al éxtasis más profundo que se pueda imaginar.

Se acariciaba el pene con fiereza, de vez en cuando se detenía y pasados unos segundos lo retomaba haciendo que su excitación fuese aún más intensa. Pensaba en ella mientras su mano se deslizaba a través del cilindro de carne a punto de estallar. Volvía a parar y de nuevo continuaba torturando a su pegajosa vara proporcionándose él mismo deliciosos momentos de placer. Cuando la sensación previa al orgasmo aparecía, se dejaba llevar convirtiendo su habitación en el paraíso siempre soñado, sin poder remediar la llegada de una apoteósica eyaculación.

¿Quién sería esta mujer que le hacía volar cada día a un lugar de placer extremo? ¿Se estaría volviendo loco?



Aria tampoco podía olvidar lo ocurrido y, aunque sentía cierto bochorno, le encantaba recordar su osadía y pensar en la bonita cara de Leo mientras disfrutaba de su orgasmo con los ojos cerrados.

Esas últimas semanas las vivió con angustia ya que le hubiera gustado tener noticias de él y pensaba que quizá no había sido buena idea darle una propina a la señora de la limpieza para que le entregara el paquete, que de forma precipitada preparó dentro del aseo, sino que hubiera sido mejor acercarse ella misma y pedirle directamente su número de teléfono. Pero lo cierto es que, tal y como se desarrollaron las cosas, hasta hablarle le produjo pudor.



Aria era una mujer extremadamente bella, de pelo largo y negro como el ónix, sus ojos, en cambio, eran de un intenso azul turquesa que llamaban la atención, pero lo que en realidad le confería mayor encanto era esa sonrisa pícara que la hacía parecer tan sexi a los ojos de los demás.

Sus pechos eran voluminosos, redondos y con unos pezones de color rosa purpúreo. Ella sabía que eran apetitosos y lo explotaba vistiendo con generosos escotes y blusas tan transparentes que se aproximan a lo indecente. Casi siempre se adornaba con collares larguísimos, y con la disculpa de colocárselos bien aprovechaba para acariciarse los senos invitando con su gesto a perder el sentido a cuantos la miraban.

Aunque ya apenas lo hacía, Esperanza, su secretaria, se había dado cuenta de que algo había cambiado en los últimos días. Tenía la mirada seria, estaba malhumorada y era inusualmente discreta en su forma de vestir.

Ya no le interesaba provocar a nadie y cualquier cosa le hacía desatar una batalla.

Aria solo pensaba en aquel chico, algo más joven que ella, al que vio como un posible juguete y al cual idolatraba a medida que pasaba el tiempo.

Leo, era un hombre de facciones limpias y perfectas, con mechones rubios dentro de una cabellera color atardecer, su pelo le llegaba a la altura de los hombros y una incipiente barba de pocos días le confería un aspecto ordenadamente desordenado.

Aria lo recordaba vagamente, lo cierto era que nunca había depositado fijamente la mirada sobre su rostro, por miedo a que sus intenciones pudieran ser transmitidas a través de los ojos. Tan solo recordaba la silueta de su cara deformada debido al excitante orgasmo que le invadía.

Ella nunca fue excesivamente tímida, pero estar a su lado le provocó cierto estado de ansiedad. Sentía como sus nervios se descontrolaban en contra de su voluntad aunque, por otra parte, sin querer hacer nada por remediarlo. Quizá fue esto lo que la atrajo en un primer momento: sentir que a su lado volvía a retomar la vulnerabilidad de una adolescencia perdida por el paso del tiempo.

A Leo le sucedía exactamente lo mismo, le resultaba imposible dejar de pensar en su enigmática mujer, a la que imaginaba a su antojo, según pasaban los días, pudiéndose decir que la inventaba. Se sentía atraído y necesitaba volver a tener sus manos encima, pero sobre todo la curiosidad por saber quién era no le dejaba vivir.

           Lo único que Leo poseía de ella era esa caja de tampones y el contenido que aún conservaba dentro. Recordaba con picardía el preciso momento en el que decidió descubrir lo que allí se guardaba y cómo una golfa sonrisa se dibujó de inmediato en su cara.

En el interior encontró un minúsculo tanga. Se trataba de un triángulo de seda negro con una hilera de cristalitos brillantes en forma de T situados en la parte trasera.

Sin duda era la prenda íntima que había llevado puesta ese día, pues en su interior se conservaban pequeñas manchas blanquecinas que desprendían un inconfundible aroma a pasión. Ese hallazgo le encantó y, sin esperarlo, una incipiente excitación despertó a su entumecido pene.

A partir de ese momento cada noche sacaba el tanga escondido y lo colocaba encima de su nariz mientras aspiraba el picante perfume femenino que escapaba de él. Le encantaba sentirlo cerca, por eso un día decidió llevarlo consigo siempre metido dentro del bolsillo del pantalón. Se sentía acompañado mientras trabajaba, y sobre todo le animaba cuando tenía que diseñar algún proyecto nuevo. Si la inspiración parecía disiparse descansaba un poco, tomaba su fetiche con las manos, lo depositaba cerca de su pituitaria y el olor que desprendía conseguía reactivar sus neuronas volviéndolas más creativas.

Se sentía contento, nunca antes había poseído un talismán, como les gusta tanto a los artistas, quizá porque aún no se consideraba uno de ellos.



Últimamente, con su novia no estaba tan a gusto como antes y Salomé también se había percatado de ese detalle. Ya no le interesaba el sexo y las pocas veces que hacían el amor parecía ausente, y aunque ella le veía con semblante feliz, le encontraba terriblemente distraído. ¡Esas cosas no se le escapan nunca a una mujer!

También buscaba la soledad, decía que trabajaba más rápido cuando se encontraba solo y ya casi nunca estaban juntos.

Ese sábado Salomé se negó a pasarlo sola, fue directamente al estudio, que se encontraba en la parte alta de su vivienda, y lo encontró trabajando en un collage que le habían encargado.

Nada más abrir la puerta le agarró por la cintura, desnudó la parte superior de su cuerpo y empezó a besarle sin recato alguno. Leo se dejó llevar, parecía contento, como si volase por la habitación. La idea de hacer el amor en ese momento le parecía óptima después de los miles de pensamientos morbosos que le proporcionaba Aria desde la lejanía. Se imaginaba de nuevo en el avión en manos de su captora y la emoción brotaba por cada poro de su piel.

Salomé, ignorando los verdaderos pensamientos de su novio, se sentía contenta, al fin había conseguido su atención, pero necesitaba despertar aún más su libido hasta hacerse irresistible. Siguió despojándolo de la ropa a la misma vez que masajeaba la enorme tumefacción que sobresalía de sus pantalones. Se los bajó a medio muslo mientras ella, de rodillas, adoraba su verga henchida y amoratada por el deseo. Abrió la boca y le acarició con los labios hambrientos hasta que consiguió engullir totalmente el pene haciéndolo desaparecer dentro. Leo se amarraba fuertemente a sus cabellos para no dejarla escapar del todo, pues la satisfacción que le producían sus lametadas le provocaba ligeras pérdidas de equilibrio.

Aunque era su novia quien le estaba haciendo la faena, Leo solo conseguía pensar en la mano de Aria y ese pensamiento le excitó mucho más, si cabe, deseando que fuera ella quien le llevara a la locura.

Salomé se excitaba más y más mientras le masturbaba, aunque a ella nadie le satisficiera. Leo, en un ataque de egoísmo, pensaba tan solo en su propio placer sin importarle demasiado la excitación de su compañera, y en ningún momento se planteó devolverle los favores.

Ella notaba como el clítoris se rozaba con sus bragas y le incrementaba aún más el deseo, y sin sacar la verga de su boca se fue despojando de su propia ropa. Desabrochó con gran habilidad los botones de la blusa y soltó el enganche del sujetador, dejando libres sus pechos y erectos los enormes pezones. Llamaban la atención las grandes y bronceadas areolas que los coronaban, rellenando buena parte de los senos, y eso era precisamente lo que le excitaba a Leo. Cuando la vio así no dudó en agarrarse a ellos, pero más como satisfacción propia que por darle gusto a la chica.

Siguió con su corta faldita remangándosela hasta la cintura a la vez que se deslizaba las empapadas bragas a lo largo de las piernas. Ella seguía en cuclillas y con el falo de Leo que aparecía y desaparecía dentro de sus hinchados labios mientras los temblorosos dedos buscaban calmar su propio placer. Se buscó el clítoris ardiente con una mano mientras otros dedos se hundían en el resbaladizo hueco de su vagina.

La pasión  de ellos iba en aumento y cada segundo los hacía perder la voluntad y el dominio sobre sus cuerpos.

La chica intentó desnudarle totalmente, quería verlo como su Adonis y poseer cada centímetro de piel, pero cuando dio la vuelta a los pantalones para tirar de ellos, el fetiche que se encontraba, hasta entonces, dentro de uno de los bolsillos, cayó al suelo y...

Leo cerró los ojos, aspiró profundamente el aire que le rodeaba y se armó de valor.

Solo con mirarle a la cara, la chica supo que la noche había terminado para ellos. Agarró el tanga por una punta como si se tratara de un trapo viejo y comenzó a gritar:

—¿De quién es esta cochinada? ¿Qué hace en el bolsillo de tu pantalón? ¿Me has puesto los cuernos?

Difícil darle una explicación, la verdad no la creería e inventar otra no le parecía correcto. Dejando pasar unos interminables segundos y respaldándose en su innata serenidad le respondió:

—¡Piensa lo que quieras, pero nunca te he sido infiel, o por lo menos eso creo!



Leo no tenía claro dónde empezaba y dónde podría acabar el término infidelidad: si la ley no condenaba a nadie por el simple hecho de pensar estaba exento de culpa, pero si desear a otra mujer se consideraba infidelidad ¡entonces sí, se encontraba en pecado!

Leo, con aparente calma, se subió los pantalones, le quitó el tanga de las manos y volvió a situarlo dentro de su bolsillo. Ella, con una rabia descontrolada, no paraba de instigarle para que respondiera a sus preguntas.

—¿Tienes otra mujer? ¿Qué es lo que te traes entre manos?



Él seguía sin soltar ni una breve frase negándose a entablar un diálogo que dejara al descubierto sus pensamientos. No le importaba el enfado de su novia, y apenas oía los gritos que esta lanzaba, lo único que él no quería era dar explicaciones sobre la procedencia de su fetiche. No soportaba la idea de tener que compartir las vivencias de su platónico amor con nadie.
            Por segunda vez Aria le hacía pasar un momento bochornoso convirtiendo a Leo de nuevo en víctima.













3

Don Carlos






Leo se encontraba en Firenze, era la única alegría que obtenía durante el mes ya que las discusiones y la monótona vida junto a su eterna novia conseguían amargarle.
Trabajaba en la academia todo el día y por la noche, junto a sus amigos, disfrutaba de la ciudad. El día anterior habían acudido a cenar al Teatro de la Sal, un restaurante típico y a la vez atípico de Firenze donde el cocinero Fabio, con su sutil humor, conseguía poner en ridículo a los diversos comensales, y como Leo estaba en racha también le tocó a él caer en las redes de la vergüenza por el simple hecho de pedir un refresco de cola para combinarlo con el vino.
—Menos mal que me estoy acostumbrando a estas situaciones —explicaba Leo entre risas— parecer un bobo ya forma parte de mí.
En cambio, esa noche del 21 de febrero, Leo propuso insistentemente acudir a la ópera, Nabucco le estaba esperando y la suerte también.
Leo y su grupo se sentaron en uno de los palcos laterales del primer piso, donde la acústica llegaba en perfectas condiciones aunque el cuerpo debiera retorcerse para conseguir observar bien a los artistas.
La primera hora de espectáculo el doblado cuerpo de Leo aguantó sin rechistar, pero a partir de ahí su cuello se quejó negándose a parecer la curvilínea varilla de un paraguas. Se relajó en su asiento dejando que la melodía invadiera al resto de los sentidos mientras observaba de frente al entusiasmado público congregado en el piso de abajo.
Una por una repasó a las personas allí concentradas sin querer detenerse en ninguna, aunque su astuta vista continuamente lo llevaba hacía un punto en especial. Tuvo que pasear su mirada varias veces hasta que comprendió que aquella cabellera larga y ese cuerpo embutido dentro de un tejido rojo le pertenecían.
Volvió a mirar una y otra vez hasta cerciorarse de que no era fruto de un sueño y que realmente lo que tenía impregnado en su retina era el delicado rostro de ella.
Aunque la música seguía embelleciendo el momento, desde ese preciso instante el espectáculo dejo de tener prioridad para él mientras su cuerpo temblaba fruto del entusiasmo.
Cerraba los ojos y el recuerdo de la escena del avión dominaba todo su cerebro, necesitaba el aroma que desprendía aquel cuerpo y el calor de sus manos encima de él. Deseaba pasear sus ansiosos labios por los de ella y acariciar toda su boca, mientras imaginaba el perfume a rosas que desprenderían sus besos y el sabor a pasión que le entregaría él.
Al terminar el segundo acto, una inesperada pausa del espectáculo lo despertó de su consciente ensoñación privándole de su fantasía. Su propio subconsciente le obligó a mirar, con más detenimiento si cabe, hacia donde ella se encontraba siguiendo cada uno de los movimientos que realizaba.

Ella y su familia se habían puesto ya en pie esperando encontrar un poco más despejado el pasillo, con idea de salir fuera a celebrar la fiesta de cumpleaños de su padre. Se dirigieron a uno de los pasillos exteriores hablando y saludando a la cantidad de amigos que se habían congregado en ese lugar, cuando una ráfaga de fuego invadió el interior del cuerpo de Aria.
Era él, el hombre que conseguía evadirla del mundo y el responsable de sus continuas ausencias mentales. Había respondido a su mensaje, casi subliminal, y se encontraba allí delante de ella.
No supo qué hacer, hubiera deseado que él se acercara para poder saludarlo, pero eso no ocurrió y ella tampoco se sentía en condiciones de montar una escena a escasos dos metros de su padre y de su marido. Ese día don Carlo cumplía años, y como era costumbre en la familia, acudían todos a la ópera y allí invitaba a sus parientes y amigos a beber una copa de champán mientras estos le ayudaban a soplar las velas de una gigantesca tarta.
Aria sobreprotegía a su padre, al que sujeto por los hombros dirigía como a una marioneta. Don Carlo parecía un niño mimado, se hacía el tímido pero disfrutaba sintiéndose arropado por los brazos de su hija.
Leo contempló parte de la escena desde lejos sin atreverse a intervenir. Ni por lo más sagrado hubiera tenido la osadía de interrumpir la maravillosa interpretación de Aria.
Tan solo cuando ella quedó libre de sus obligaciones como hija, miró a su alrededor buscando con sus ojos la inexistente presencia de Leo. Había desaparecido, pero siguió insistiendo ya que no podría estar muy lejos.
Leo y todos los demás se habían retirado hacia la parte opuesta del pasillo al comprobar que se trataba de una fiesta privada, aunque él no le quitaba ojo a aquel lugar. Su corazón se agitó aún más dándole frecuentes sacudidas cuando vislumbró a lo lejos la espectacular silueta de Aria dirigiéndose hacia él.
Lentamente fue acercándose a su lado, le extendió una mano en posición de saludo y con gran habilidad deslizó un pedazo de papel dentro del bolsillo de su americana.
―Me llamo Aria y me alegra volver a verte. ¡Espero que disfrutes de esta maravillosa ópera!
Estas fueron sus únicas palabras, a las que Leo respondió con un escueto
―¡Gracias!
Y girándose volvió al lugar donde se encontraban los miembros de su familia.

El tercer acto le envolvió de lleno deseando tomar la mano de Aria entre las suyas, mientras el espectacular coro de hebreos cantaba el «Va pensiero» sobre el escenario.
La última parte de la ópera pasó sin que apenas se diese cuenta, pues su cabeza se alborotaba alrededor de la chica buscándola sin descanso con la mirada.
Aria también se encontraba ausente, desde su butaca no paraba de girar su cuello buscando incansablemente el asentamiento de Leo, y tan solo cuando su vista se topó con aquellos ojos su mente tomó descanso; dejando paso a una cascada de pensamientos y sensaciones fuera de lo habitual.
La miraba desde su balcón y sus manos se desplazaban hacia el escote de su vestido adorando su espectacular silueta. A Leo le encantaba pensar en sus dedos acariciando su erguido pene y a Aria le excitaba la cara de pasión que mostraba él. Se hubiera deshecho de su vestido para colocarse a horcajadas encima de sus piernas, deseaba apartarse las bragas con una mano y restregarse entre sus caderas para sentir más profundamente la dureza de su miembro.
Él hubiera deseado acariciar los duros pechos dentro del hueco que ofrecían sus palmas y masajear con las yemas de sus dedos la suave piel. Se imaginaba los delicados pezones en guardia esperando a ser mimados por su boca.
Cuando la ópera terminó, Leo bajó a toda prisa por las escaleras que le separaban de su chica arrollando en cada peldaño a alguna que otra persona que también descendía, y sin poder esquivar a una de ellas tropezó y acabo estrellándose encima de su cuerpo. El bochorno comenzó a entrar en escena cuando comprobó que se hallaba tirado en el suelo y metido dentro de las piernas abiertas de una madura mujer, mientras su marido intentaba bajarle la falda enredada entre ellos.
   Aria lo estaba presenciando todo aunque deseó estar ausente ya que sabía que no le aportaba ni un poco de suerte al chico.
Disimuladamente se retiró hacia el final del pasillo pues no conseguía evitar la enorme sonrisa de su boca. La imagen de ver a Leo caído y entrelazado en el pubis de su madrastra se convirtió en el mejor espectáculo de la noche.

¡Pero que mala suerte! menos mal le quedaba el diminuto papel dentro de su bolsillo.
De vuelta a casa y con la moral por tierra Leo lo abrió, lo miró con el poco optimismo que le quedaba y un montón de luces se encendieron en su pensamiento. Y aunque no entendía nada de lo que leía, el sentimiento de esperanza se agrandaba en su interior.
«apuntomonteronechiocciolateletupuntoitpiupiutrenovequattordicicinquecentotrentunoottantaduesei»

Lo primero que necesitaba era descifrar aquella sucesión de letras que había escritas en la pequeña cartulina, pero por simple que pareciera no lo conseguía.

Cada noche leía el mensaje, pero no le venía a la mente lo que podría significar, hasta que una tarde visitando el Palazzo Vecchio[1] de Firenze descubrió en unos carteles el nombre de algunos salones: digento, cinquecento
… En ese preciso momento se le abrió una luz. Pidió ayuda a su profesor y entre los dos descubrieron que en la tarjeta había escrito un correo electrónico y un número de teléfono.
Durante varios días estuvo pensando qué hacer, le mordía la curiosidad pero no se atrevía a llamarla. Si teniéndola a dos pasos solamente consiguió sacar fuera de su garganta un simple «gracias», por teléfono la cosa se le complicaba aún más, pues sabía que su timidez lo dejaría mudo. Quizá un sms[2] sería más adecuado, pero su prudencia también lo frenaba.



[1]Palacio Viejo.
[2] Mensaje de texto.




4









































































































































































































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